Dudo sobrevivir en medio de una reyerta.
No me gustaría morir a manos de un cretino
por una improvisada pelea de necedades,
por una borrachera de confusiones,
por una resaca de mal sueño
en las barricadas de la suciedad,
pero veo que no sería lo suficientemente rápido,
que no sabría defenderme con la suficiente celeridad.
No sería contundente.
El pensamiento moral me retraería.
Ralentizaría el tiempo de reacción.
Querría dar una oportunidad al malevo.
Que se lo pensara.
Quizás pudiera convencerlo.
Pausar y ver
que es absurdo llegar hasta las últimas consecuencias,
que es estúpido morir por una imbecilidad.
Pero ese segundo de razón sería inútil
ante quien, en plena vorágine de adrenalina,
lanzaría la puñalada mortal, el cuchillo asesino.
Un segundo de razón inútil.
Un segundo para morir y perder la razón.
Un segundo para que la razón se vea, otra vez,
pisoteada por la reacción posesiva,
por la ciega necesidad de sobrevivir a toda costa.
La muerte es demasiado perentoria
en medio de una reyerta,
demasiado definitiva para mi gusto.
La palabra verdadera,
viene como un consuelo.
Es un pájaro que se posa un segundo
en la ventana, respira y se va.
Los seres alados siempre son perseguidos.
Todas las palabras son verdaderas.
El consuelo lo mueve el espíritu
que trae la verdad a la ventana de tu alma.
Un consuelo que no dura,
un mínimo fulgor de belleza,
un milagro que no acaba nunca
de entregar su riqueza.
Un consuelo que siempre huye,
como el pájaro que respira en tu ventana
y se va.
Los que se ofenden
con quíteme Ud. estas pajas
¡qué rémoras!
Los que se la cogen
con papel de fumar
¡qué sensiblados!
La vida está llena
de polvo, agua y barro
y vivir ensucia las manos propias
y salpica a las ajenas.
Corresponde lavarse todos los días,
regenerarse todos los días,
volver a empezar estrenando
los viejos pantalones de siempre.
Pero los hay que prefieren
mantener la mancha
en el traje del alma
para decirle al mundo
que fue motivo de una ofensa.
El supuesto ofensor, ni se acuerda.
Pero ellos prefieren dejar podrir el alma.
Y se creen dignos, los ofendidos
siempre se creen dignos, es decir,
los otros son indignos.
Qué superfluos. No saben
que la primera ley de la dignidad
es borrar la ofensa, revertirla
hacia la luz de la inteligencia,
hacia el consuelo del corazón.
Ni lo saben ni lo quieren saber.
El paraíso se esconde en una casa.
Deja fuera los cumplimientos, los vínculos,
los excesos y la púrpura de las devociones.
La invaden luces del bosque,
iridiscencias del fondo marino,
penumbras que atesoran
el recogimiento de las ermitas.
La casa que quiero no la quiere un rey.
Está pulida por el silencio de las maderas.
Contiene una penitencia imbricada
de velas, libros y abalorios.
Los juzgadores tienen prohibida la entrada.
Tiene un piano destartalado
que unas manos del siglo diecinueve
cerraron para alimentar a las carcomas.
Tiene muebles decantados por el respeto de los siglos.
Tiene música en los pasillos de la memoria.
Tiene un corazón escondido en la buhardilla
donde una niña desnuda su sexo
al ángel callado del espejo.
Los vientos soplan a su alrededor y ululan
como reconocimiento de su firmeza,
los árboles montan guardia y rinden pleitesía,
la luna luce como un amuleto,
la ciudad duerme y yo la miro en la distancia.
La casa que quiero
no la quieren las señoritas finas,
los virtuosos de los recibimientos alejandrinos,
los elegantes servidores de la adrenalina,
los señores ricos de las perversiones privadas,
los sensibles hombres que se exclaman
por la insidia de las espinas en los rosales.
Mi casa está abierta y cerrada.
El alma de la paz es su portero.
Algunas veces, tal vez demasiadas,
está indispuesto.
Paseo por el puerto.
Veo las gaviotas
haciendo una asamblea
en medio del mar
que despierta mi curiosidad
o mi inquietud o mi sospecha.
¿Celebran una convención
de especialistas
en el hurto o el entierro de las sardinas?
¿Están serenas o están nerviosas?
¿Transmiten tranquilidad,
o mascan la tragedia de la tarde televisiva?
¿Deliberan sobre la educación
de las jóvenes gaviotas
o sobre las misiones
que han de realizar mañana?
¿distribuyen consignas,
pactan responsabilidades
o dan las claves de la invasión?
¿están pensando en emigrar,
en fundar colonias,
en conquistar paraísos árticos?
Las veo como el turista
que contempla
el rito de una danza apache
en medio de la pradera,
o una reunión de druidas celtas,
o una sesión del Senado Romano,
sin saber si están
ofreciendo un espectáculo,
si rezan al dios de la tormenta
o están preparando un ataque
contra las islas lúdicas
o los tiempos modernos.
Escarbar en la arena
para encontrar,
las monedas de la abundancia,
escarbar para hallar alguna
pepita de oro,
austero en la lucha por sentir
un mínimo de esplendor,
minero de tu propia y oscura tierra,
de tu abismo de fango sin estrellas,
hurgar con una cuchara,
servirse de un escalpelo,
limpiando con una pluma
de ave asustada,
sin impaciencia,
sin oscuridad, sin avidez,
saber esperar el hallazgo,
ser digno de él,
al margen de los hilos y las reverencias,
al margen del laudo y el delirio.
Un claro y simple beneficio de luz
y de monedas,
para llevarlas y traerlas y tener
pan y manta y calor,
para ver los crepúsculos,
los oros sin comercio,
los oros del alma.
Ese intercambio continuo
de monedas
entre el álamo albar y el viento,
allá arriba,
sobre el anchuroso río
de barbas blancas,
nosotros,
espectadores de la apacible bondad,
de la economía de la naturaleza,
transcurriendo en la lentitud
de la luz demorada
que brilla en el reflejo,
de la plata y el oro,
transacciones de una riqueza pobre,
pobre y limpia,
allá arriba, a la altura de nuestra alma
que contempla la luz
que viene y que va
en las caras de las monedas,
las hojas del álamo
danzando con el viento,
malabares de monedas,
brillos de bodas generosas,
riqueza pobre, pobre y limpia
como nuestra infancia.
He decidido adelgazar,
entrar en la esbeltez del junco pertinaz,
flexible como un dandy que contempla el mar
y siente que es fuerte como un acantilado.
He pasado demasiado tiempo
acumulando grasa, debilidad, egolatría.
He pasado demasiado tiempo
devocionando las manos perfumadas,
los guantes del sándalo,
reverenciando el orden de los dioses,
creyendo en el crepúsculo de las herencias.
He perdido el tiempo hablando de lo blando,
de lo superfluo, de lo reiterativo, del fango.
He perdido el tiempo practicando la bondad
del crisol y su alquimia, la práctica
que pretende hallar la sonrisa perenne,
la complicidad del cuervo y el racimo de oro.
He decidido adelgazar.
Adelgazar no es sólo una cosa del cuerpo.
En la gris oscuridad
de un fondo marino
vino un pez iridiscente recubierto
de una coraza de espinas
como un caballero medieval
directamente lanzado
al choque, buscándome
a una velocidad inverosímil
para mi expectante y aturdido
cuerpo.
El pez no me impactó. Se acercó
como si me oliera
y comenzó a dar vueltas
a mi alrededor, con unos giros
que yo no podía seguir
pues mis sentidos dentro del agua
no podían jamás
igualarse a los del pez.
Después que decidiera
-vaya a saber Ud. por qué-
que no iba a formar parte de su dieta
se marchó a la misma velocidad
y me quedé suspendido
en medio de aquella inmensidad gris,
inmerso, a la espera
de que viniera a recogerme
algún enviado del cielo.
Encontré una nueva fuente de inspiración
tras los pliegues subterráneos de las apariencias;
consiste en salir de mí sin dejar de ser yo,
consiste en dejar de ser yo y ser el aire de la salvia,
consiste en dejar la jaula del sufrimiento
en manos de la contemplación y el óxido,
el óxido siempre añade una especial emoción
a los objetos usados por los muertos,
consiste en dejar que el tiempo haga su trabajo
de respeto, lucidez y transparencia,
consiste en abrir el infierno y sentar a la mesa
a todos los miedos que gritan en silencio,
consiste en una escalera que sube y baja
del lodo primigenio a la esperanza del nombre,
consiste en un grito descarado y obsceno y volver
de nuevo al seno de la familia real,
consiste en la nuez navegando en el océano
de la certidumbre y el asombro,
consiste en salvar la semilla que hará de una planta
un árbol de luz en las alturas,
consiste en dejar que los muertes entierren a sus muertos
y que alimenten a los vivos con su raíces,
consiste en la cremación ceremonial de los aromas
en el crisol del tiempo presente,
consiste en añadir al encantamiento sonoro
un entendimiento dinámico,
consiste en que lo indeterminado
acampe en el jardín de la casa…y así,
dejar que el sol de las respuestas entre y salga
sin perder la salud del cuerpo y la palabra.
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