
Oración XLIII
Han pasado Señor, los años de la fe ciega,
de las creencias iluminadas,
de la devoción sumida en el oro
que reitera su brillo y su besamanos.
Has vivido Señor, largos años escondido
en la bruma del misterio, en el aura vaporosa
de lo inaprensible,
en un espacio de claro-obscuros sólo discernible
para pastorcillos de los recónditos valles.
Es hora llegada que muestres tu rostro.
Tu rostro físico o metafísico.
Tu presencia invisible o totémica.
Tu voz sonora interpelando directamente
a la persona que te convoca,
dando la cara directamente, sin intermediarios,
sin hologramas, sin plasmas
como un vulgar presidente español.
Si aparecieras en tu magnitud luminosa,
con tu rostro de pan cotidiano,
sin deslumbramientos que nos cieguen,
despejarías todas las múltiples especulaciones
que te han hecho oscuro e inasequible.
Da la cara, Señor, no nos tengas
en una incertidumbre permanente
como si fuéramos empleados de la Bolsa
que confían en el valor de sus papeletas
que no sirven más que para arruinar a los incautos.








