La casa – día 172

 El paraíso se esconde en una casa.
 Deja fuera los cumplimientos, los vínculos, 
 los excesos y la púrpura de las devociones.
 La invaden luces del bosque,
 iridiscencias del fondo marino,
 penumbras que atesoran 
       el recogimiento de las ermitas.
  
 La casa que quiero no la quiere un rey.
 Está pulida por el silencio de las maderas.
 Contiene una penitencia imbricada
       de velas, libros y abalorios.
 Los juzgadores tienen prohibida la entrada.
 Tiene un piano destartalado
       que unas manos del siglo diecinueve
 cerraron para alimentar a las carcomas.
 Tiene muebles decantados por el respeto de los siglos.
 Tiene música en los pasillos de la memoria.
 Tiene un corazón escondido en la buhardilla
 donde una niña desnuda su sexo 
       al ángel callado del espejo.
  
 Los vientos soplan a su alrededor y ululan 
 como reconocimiento de su firmeza,
 los árboles montan guardia y rinden pleitesía,
 la luna luce como un amuleto,
 la ciudad duerme y yo la miro en la distancia.
  
 La casa que quiero 
       no la quieren las señoritas finas,
 los virtuosos de los recibimientos alejandrinos,
 los elegantes servidores de la adrenalina,
 los señores ricos de las perversiones privadas,
 los sensibles hombres que se exclaman
       por la insidia de las espinas en los rosales.
  
 Mi casa está abierta y cerrada.
 El alma de la paz es su portero.
 Algunas veces, tal vez demasiadas,
 está indispuesto. 
 
 
   

Gaviotas – día 171

 
 Paseo por el puerto.
 Veo las gaviotas 
       haciendo una asamblea
 en medio del mar
       que despierta mi curiosidad
 o mi inquietud o mi sospecha.
  
 ¿Celebran una convención
       de especialistas
 en el hurto o el entierro de las sardinas?
  
 ¿Están serenas o están nerviosas?
 ¿Transmiten tranquilidad,
      o mascan la tragedia de la tarde televisiva?
  
  ¿Deliberan sobre la educación
        de las jóvenes gaviotas
 o sobre las misiones 
        que han de realizar mañana?
  
 ¿distribuyen consignas,
       pactan responsabilidades
 o dan las claves de la invasión?
  
 ¿están pensando en emigrar,
 en fundar colonias,
 en conquistar paraísos árticos?
  
 Las veo como el turista
 que contempla 
 el rito de una danza apache
 en medio de la pradera,
 o una reunión de druidas celtas,
 o una sesión del Senado Romano,
  
 sin saber si están 
 ofreciendo un espectáculo,
 si rezan al dios de la tormenta 
 o están preparando un ataque
 contra las islas lúdicas
 o los tiempos modernos. 
 
   

Los oros del alma – día 170

  Escarbar en la arena
       para encontrar,
 las monedas de la abundancia,
  
 escarbar para hallar alguna
       pepita de oro, 
 austero en la lucha por sentir
       un mínimo de esplendor,
  
 minero de tu propia y oscura tierra,
 de tu abismo de fango sin estrellas,
  
 hurgar con una cuchara,
 servirse de un escalpelo,
 limpiando con una pluma 
       de ave asustada,
  
 sin impaciencia,
 sin oscuridad, sin avidez,
 saber esperar el hallazgo,
 ser digno de él,
 al margen de los hilos y las reverencias,
 al margen del laudo y el delirio.
  
 Un claro y simple beneficio de luz
       y de monedas,
 para llevarlas y traerlas y tener
 pan y manta y calor,
       para ver los crepúsculos,
 los oros sin comercio,
 los oros del alma.
     
   

Contemplación – día 169

 Ese intercambio continuo
       de monedas
 entre el álamo albar y el viento,
       allá arriba,
 sobre el anchuroso río 
       de barbas blancas,
  
 nosotros, 
       espectadores de la apacible bondad,
 de la economía de la naturaleza,
 transcurriendo en la lentitud
       de la luz demorada
 que brilla en el reflejo,
       de la plata y el oro,
  
 transacciones de una riqueza pobre,
       pobre y limpia,
 allá arriba, a la altura de nuestra alma
       que contempla la luz
 que viene y que va
       en las caras de las monedas,
 las hojas del álamo
       danzando con el viento,
 malabares de monedas,
       brillos de bodas generosas,
  
 riqueza pobre, pobre y limpia
       como nuestra infancia. 
 
  
   

Romance de la niña coral

 odo el mundo te lo dice
 aunque nadie diga ná,
 el silencio es tan espeso
 que calla por no hablar. 
  
 Me pasé por la su calle
 no lo puedo remediar,
 ansias de verla me mueven,
 no me la puedo quitar.
  
 Niña de boca perversa,
 blanca de sombra y coral,
 que me quema los sentidos,
 no lo puedo remediar.
  
 Soy un caballo sin brida,
 un desacato animal,
 se agita toda mi sangre,
 me balancea su mar.
  
 Arderían las aceras 
 que llevan a su portal
 si me reciben sus santos
 si me dejaran pasar.
  
 Se romperían los cielos,
 triunfaría la verdad,
 el mundo sería bueno
 si yo lo pudiera amar.
  
 Pero las almas traidoras
 que fingen la libertad,
 gritan contra mis senderos, 
 me incluyen en su maldad.
  
 Pretenden domesticarme
 pretenden me condenar,
 pero yo sería salvo
 si le diera por me amar.

 Niña de boca perversa
 hembra se sombra y coral
 mi fuego en todas sus lunas
 lunas de mi eternidad. 

Adelgazar – día 168

 
 He decidido adelgazar,
 entrar en la esbeltez del junco pertinaz,
 flexible como un dandy que contempla el mar
 y siente que es fuerte como un acantilado.
  
 He pasado demasiado tiempo
 acumulando grasa, debilidad, egolatría.
 He pasado demasiado tiempo 
 devocionando las manos perfumadas, 
       los guantes del sándalo,  
 reverenciando el orden de los dioses,
 creyendo en el crepúsculo de las herencias.
  
 He perdido el tiempo hablando de lo blando,
 de lo superfluo, de lo reiterativo, del fango.
 He perdido el tiempo practicando la bondad
       del crisol y su alquimia, la práctica 
 que pretende hallar la sonrisa perenne,
       la complicidad del cuervo y el racimo de oro.
  
 He decidido adelgazar.
 Adelgazar no es sólo una cosa del cuerpo. 
   

A la espera – día 167

      
 En la gris oscuridad
       de un fondo marino
 vino un pez iridiscente recubierto
       de una coraza de espinas
 como un caballero medieval
       directamente lanzado 
 al choque, buscándome
       a una velocidad inverosímil
 para mi expectante y aturdido
       cuerpo.
  
 El pez no me impactó. Se acercó
       como si me oliera
 y comenzó a dar vueltas
       a mi alrededor, con unos giros
 que yo no podía seguir
       pues mis sentidos dentro del agua
 no podían jamás 
       igualarse a los del pez.
  
 Después que decidiera
       -vaya a saber Ud. por qué-
 que no iba a formar parte de su dieta
       se marchó a la misma velocidad
 y me quedé suspendido
       en medio de aquella inmensidad gris,
 inmerso, a la espera
       de que viniera a recogerme
 algún enviado del cielo.  
   

Inspiración – día 166

   
 Encontré una nueva fuente de inspiración
 tras los pliegues subterráneos de las apariencias;
  
 consiste en salir de mí sin dejar de ser yo,
  
 consiste en dejar de ser yo y ser el aire de la salvia,
  
 consiste en dejar la jaula del sufrimiento
       en manos de la contemplación y el óxido,
 el óxido siempre añade una especial emoción
       a los objetos usados por los muertos,
  
 consiste en dejar que el tiempo haga su trabajo
       de respeto, lucidez y transparencia,
  
 consiste en abrir el infierno y sentar a la mesa
       a todos los miedos que gritan en silencio,
  
 consiste en una escalera que sube y baja
       del lodo primigenio a la esperanza del nombre,
  
 consiste en un grito descarado y obsceno y volver
       de nuevo al seno de la familia real,
  
 consiste en la nuez navegando en el océano
       de la certidumbre y el asombro,
  
 consiste en salvar la semilla que hará de una planta
       un árbol de luz en las alturas,
  
 consiste en dejar que los muertes entierren a sus muertos
       y que alimenten a los vivos con su raíces,
  
 consiste en la cremación ceremonial de los aromas
       en el crisol del tiempo presente,
  
 consiste en añadir al encantamiento sonoro
       un entendimiento dinámico,

 consiste en que lo indeterminado
       acampe en el jardín de la casa…y así, 
  
 dejar que el sol de las respuestas entre y salga
       sin perder la salud del cuerpo y la palabra.
  
   

Epigramas Líricos 16 – día 165

  Celebremos al hombre vulgar  
 que escribe un poema.
 Hombres vulgares somos todos.
 Todos somos humanos 
 en la vulgaridad mayor de morir.
  
 El simple hecho de que coja
 un instrumento de escritura
 -pluma de ganso, carboncillo de abedul-
 y escriba un poema, denota
 que el hombre vulgar tiene
 un ansia de elevación, un deseo
 de salirse de sí para verse otro,
 otro que no sea vulgar,
 que tenga una mirada limpia
       y un sentimiento noble.
  
 El hombre vulgar que escribe un poema,
 no quiere ser vulgar.
 Desea tener una inteligencia superior,
 que tal vez sí tenga, aunque no la haya
       experimentado todavía,
 porque, hasta hoy, no se le había ocurrido
       escribir un poema.
 Un poema sirve para ese tipo de descubrimientos.
  
 Y aquí se produce una pequeña encrucijada perversa
       que divide el camino de los poetas
 entre los que desean tener una inteligencia más lúcida
 para ir más allá de su vulgaridad,
 y ver qué se esconde al otro lado de sí mismos,
 y los que desean tener una inteligencia más lucida,
 para que lo vean a él, para ser él, el centro de las miradas,
 subido al plinto vanidoso, al pedestal
 como una efemérides de disecadas intenciones.
   

             

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