He bajado a la calle 7- día 315

 Bajé a la calle y entré en el oeste.
 Me gusta sentarme en la silla reclinada
       sobre la pared de la cantina.
 Me gusta la calle vacía, 
 el viento removiendo el polvo,
 toda la melancolía de la llanura, 
 viendo, en el declive del sol,
 la temblorosa espiga del jinete solitario
 que se acerca con las fuerzas justas 
       de su esperanza de llegar a alguna parte.
  
 Amo la decisión de un duelo.
 El duelo de dos hombres 
       que no se andan por las ramas,
 ni pierden el tiempo 
       en la vanidad de sus argumentos,
 que apuestan con su vida, 
       el honor de ser dignos de respeto.
  
 A la calle vacía, que sueña con un destino
 de escenario de una tragicomedia,
 hay que añadir:
       la suspensión del aliento,
       la voz callada, las hojas quietas,
 el sonido de la harmónica 
       en la expectativa de una ventana.
  
 El sheriff no entra en estas dilucidaciones.
 Un hombre quedó tendido en el suelo.
 Alguien corrió, pero nadie lloró.
 Unos ganan, otros pierden.
 La muerte de un hombre no debe ocuparnos
       más allá de 24 horas.
 Yo volví a la silla, a taparme los ojos con el sombrero. 
La penumbra es la mejor luz del día.     

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