Celebremos al hombre vulgar que escribe un poema. Hombres vulgares somos todos. Todos somos humanos en la vulgaridad mayor de morir. El simple hecho de que coja un instrumento de escritura -pluma de ganso, carboncillo de abedul- y escriba un poema, denota que el hombre vulgar tiene un ansia de elevación, un deseo de salirse de sí para verse otro, otro que no sea vulgar, que tenga una mirada limpia y un sentimiento noble. El hombre vulgar que escribe un poema, no quiere ser vulgar. Desea tener una inteligencia superior, que tal vez sí tenga, aunque no la haya experimentado todavía, porque, hasta hoy, no se le había ocurrido escribir un poema. Un poema sirve para ese tipo de descubrimientos. Y aquí se produce una pequeña encrucijada perversa que divide el camino de los poetas entre los que desean tener una inteligencia más lúcida para ir más allá de su vulgaridad, y ver qué se esconde al otro lado de sí mismos, y los que desean tener una inteligencia más lucida, para que lo vean a él, para ser él, el centro de las miradas, subido al plinto vanidoso, al pedestal como una efemérides de disecadas intenciones.