Amo a los animales, por eso me los como. Pollos, conejos, ocas, patos, cabritos, terneros, vacas, bueyes, corderos, aves, truces, trenes, del mar, del río, del aire, de la tierra, cerdos, el ave más bella del mundo si volara, como dijo Cunqueiro. La humanidad entera, yo el primero, o el último, qué más da, debemos estarles eternamente agradecidos. Ellos contribuyeron, en gran medida, a que el cerebro de los primeros primates pasara de 450 cm3 a los 1800 actuales. Ello permitió las habilidades del habla y las herramientas, y todas las invenciones desde el fuego y la rueda a este teclado en el que escribo estas palabras de un troglodíta depredator, que, aclaro, no soy yo. Desde aquí se van oyendo los gritos de los veganos o vegetarianos o animalistas que dicen amar a los animales y viven con cocodrilos. Si solo hubiéramos comido hierbas ahora seríamos apacibles como rumiantes, cobardes como conejos, acuosos líricos entre las garras del tigre. Pero, no, decidimos comer carne hacernos agresivos para combatir a los predators que nos tenían en su dieta. Quisimos ser como ellos y aquí estamos, decididos a acabar nuestros días consumidos por el amor, el amor a los animales.