KAFKA El otro día conocí a Kafka. Había oído hablar de él. Sabía de su existencia, de sus penosas excursiones por los laberintos de la burocracia, de su pesadumbre por la falta de lógica, de su angustia por la ausencia de compasión, por la insistencia desesperante de las acusaciones arbitrarias, de los juicios sin ninguna garantía legal, de su aplastamiento por la maquinaria represora del estado o las grandes corporaciones sin corazón, acusado siempre de actividades sospechosas, perseguido con insania por insidiosos empleados azuzados como lobos. Kafka, el solitario ante el desolado paisaje de la vida moderna, la era de la tecnología al servicio de la confusión y la desatención. Sí, lo conocí personalmente. Sentí que éramos colegas, más, hermanos de infortunio. Ahí estaba esa empresa de telefonía aprisionándome, asfixiándome con unas demandas falsas, tramposas, aprovechadas, ruines, inventadas por ellos, acusándome de incumplir una “permanencia” -eufemismo de lo que antiguamente se conocía con el nombre de esclavitud- acusándome y acosándome como si yo fuera un delincuente que los dejó en la ruina. ¿Y ese ministerio que está en manos de un comunista, que hace recomendaciones de no comer carne roja cuando nosotros somos la carne roja de las corporaciones que nos quieren comer el alma y otras vísceras? ¿Dónde está? ¿No se abolió la esclavitud? ¿Dónde está?