ienes un perro malvado que te ladra por el alma y un grajo que de continuo chirría tu queja amarga; tienes un loro funesto con una sola palabra más propia de los prostíbulos que del orden de una casa. En las horas que meditas con tu sombra descansada escuchas a una cotorra que está siempre de parranda, más tonta que una botella, más cretina y más borracha. Tienes también un cilindro que martiriza a una rata dando vueltas a una noria con un sinfín que no para, y una avidez por los brillos que se roban las urracas por parecer que acumulan la prestancia de las damas. Y, ¡por dios! no diré nada de la fama de tu gata que se mete por el medio del amante que en tu cama pretende, sin conseguirlo, entrar en tierra sagrada que él defiende, sarraceno, con el sable de sus garras. Y qué decir de esa estirpe de serpiente que resbala por pasillos desolados hasta el fondo de la estancia donde sola se complace febrilmente y enroscada, una totémica bicha displicente y soberana. Tanta zoología libre va campando por tu casa que ya se oyen los tambores de la selva que te llama.