He bajado a la calle y me encuentro con la imagen más deprimente de mí. De pronto soy un patético personaje que deambula hacia la repetición de la pesadilla especular, la reiterada costumbre de ser el mismo andando por un circuito de calles conocidas, yendo a los mismos sitios, a los mismos comercios, animal de noria, sumando pasos a los pasos para llegar siempre al mismo sitio: una nada redonda sin rumores ni cañaverales nuevos. Yo no sé si soy yo que deliro o es verdad que hay un cuervo que va dando saltitos sin perderme de vista. ¿Un cuervo que me sigue? Tampoco sé si es el mismo cuervo o hay toda una parentela pasándose la consigna de por donde pasea mi sombra. ¿Son mis amigos, que están a la espera de asistirme porque prevén mi inminente colapso, o están amaestrados por la policía? Yo nunca hablé con un cuervo. Metafóricamente sí. Cuervo real, no. Ahí hay otro. Todos son iguales. He de cambiar de ruta, no puede ser que me encuentre con esta paranoia cada vez que paseo por esta ciudad orgullosa, sucia y levítica. Sin salida.