No quieras saber la verdad No tardé ni una semana en ser uno más de los mendigos desahuciados en el sucio callejón sin salida. No me costó, tenía cierta inclinación al abandono de toda esperanza. El jefe lo intuía, por eso me nombró para esa misión: “infíltrate y averigua quién los mata” Fue un descenso a un submundo, la cara oculta de la gran ciudad que miramos con asco a la luz del día, la frontera donde el hombre y la rata compiten por los mismo deshechos, donde la miseria es un hoyo en medio de la noche en el que se cae como la hoja inexorable del otoño. Por el súbito resplandor comprobé que la muerte salía del coche patrulla; que el disparo era el juego macabro de un policía psicópata, que tiraba al azar, con esa mezcla de aburrimiento y desprecio que se tiene por los mendigos degradados de un callejón sin salida. Esa era la solución. Y hubo otra, más definitiva para mí: el abandono de la que había sido mi profesión desde que la soñé en mi infancia. Había llegado a un límite. Una frontera líquida en la que los buenos -o los que trabajan para los buenos- pueden ser malos, y los malos, siguen siendo malos sin remisión. Saber la verdad, te cambia, aunque no quieras. Ahora soy libre para elegir mis propias misiones y cuando disparo, disparo convencido de la muerte que voy a convocar.