Sebastián Compartí la celda con uno de esos personajes obsesionados con la muerte de los otros. Un sicópata, un asesino en serie, Sebastián se llamaba y ya estaba hecho a la idea de que se iba a quedar encerrado para siempre. Yo me lo quedaba mirando y no podía dejar de hacerme algunas preguntas insidiosas. Parecía un hombre tranquilo…pero, ¿y si esa pulsión de muerte seguía allí, enroscada en alguna circunvolución de su cerebro? ¿ qué causa o motivo podía hacerle saltar? ¿por qué, cómo y cuándo podría volver a matar? ¿Qué despertaba su instinto asesino? A lo mejor no había una razón o esta era tan simple como el placer de ver la muerte cerca y saber que no era él quien se moría. No descarto la idea del placer. De ser el dispensador de la muerte, un dios menor pero eficiente y exacto cumplidor de un poder superior, terrible y definitivo. El poder del único dios verdadero: la Muerte de la que él era su profeta perfecto, su enviado, su más fiel servidor. Todas estas ideas hervían en mi cabeza, pululaban por mi cerebro como ratas hambrientas comiéndome el sentido y la tranquilidad y el sueño. Así que obedecí a mi instinto de conservación, esa voz nítida que me decía “acaba con él, acaba con él” Cuando llegó el carcelero oí que se exclamaba: ¡Pero qué has hecho, Sebastián, qué has hecho! Yo solo quería que se callara aquella voz de mi cabeza.