Si quieres ser un hombre amable aléjate de la gente. Sobre todo de los aduladores. Su amor es seco. Viene con alas decadentes, con sonrisas de fámulo, las fingidas que se fungen con la sangre de los hechos. Yo soy un hombre de palabras libres, sanas, sin eco. No me gustan los gansos que nadan y guardan la ropa. No puedo evitar entrar en controversias y conflictos con todos los garrapas que viven de la sopa boba. Hay que defenderse de la tristeza de nos arropa en las madrugadas sin esperanza de los talleres, de los tópicos que se crecen en las falsas confianzas que enarbolan banderas contrarias a lo que parecen. Soy fiel a mis amigos. Sus deberes son mis deberes. Ellos me acompañaron en la vida y más, en la muerte. Soy y no soy el que habla en mis libros. Mi imaginación es verdad. No he tenido necesidad de estar presente. Las mentiras vienen sin que las llame la mala suerte. La realidad admite todas las representaciones, pero las que fuerzan la máquina de los melodramas y lloran aquello que ya no sufren, nos hacen peores. El escepticismo reboca el sentir de mis visiones. Los listos que nos prometen el paraíso o la luna pretenden ser lo que no son: valientes y generosos. Gentes trapaceras que no enseñan sus manos desnudas. Los versos nunca se me dieron bien. Tuve la fortuna de tratar a los mejores poetas de aquellos días de miseria y negación. De sus ejemplos aprendí que la prosa malea los sueños de la poesía. Oigo las palabras como el músico sus melodías, una y otra vez, hasta que el acorde más afinado vierte la intuición en acierto. En el trabajo lento madura todo, desde la compasión hasta el sarcasmo.