Te hemos cantado, piedra, en tu oscuro designio te han nombrado dios del silencio impenetrable, dios apagado de tu fuego celeste, rumor secreto del agua que busca el hético corazón sumiso de la tierra, dios, astro de un dominio milenario. Tu presencia sostiene las columnas de la duración. Lates con el pulso inaudible de la montaña. Cobijas herméticas tribus que huyen de la luz. Eres un hogar, en ti hay reposo. Tu contención no es mansedumbre. Para la elevación o el hundimiento nos usas. Tus sillares en los conventos, las iglesias, los escalones de las plazas públicas, las gradas, son los pasos del hombre hacia las alturas. Rústica y excavada, hacia la entraña, cueva, cuenco, depósito de almas y cosechas, nos entregas al calor de nuestra propia oxidación, el oro perdido de nuestras ansias sublimes de no ser solo carne diluyéndose en la nada. Tu sustentas la firmeza del ser y cobijas las raíces del no ser. Un abrazo que nos humana en la lentitud frenética del espacio. Piedra, en ti viajamos, hacia tu hondo silencio. Borrando el rostro y el cincel, nuestra desaparición, será tu primera suma, nuestra última patria.