Los rostros del mundo (150) Teresa

    TERESA

Ella está muerta.
Estuve en el tanatorio.
Vi a sus deudos compungidos.
Yo estuve al borde de la desolación,
      mirándola de frente,
apesadumbrado por la dureza de lo inapelable.
Lo inapelable como una espesa sentencia
      de polvo y ceniza sobre mi cabeza.

Han pasado algunos meses.
De pronto siento 
 ¡Qué extraña certeza!
      que puedo llamarla
y quedar a tomar
      un café yo
      una coca-cola ella,
fumando, recordando su infancia,
haciendo un comentario sobre 
      el cinismo de la política,
algo sentido y sencillo de la vida doméstica,
      la compra del pan o los gatos de la vecina,
poniendo toda su buena voluntad
      en resolver mis problemas con la informática.

Llamarla,  
      como si fuera imposible
que esté muerta.
Llamarla 
      como si fuera a contestarme
con su voz reposada,
con ese afecto, con esa serenidad, con ese humor
de la que el mundo está tan huérfano.

Necesito unos segundos para recomponerme
y asumir que está muerta
y nunca más, aunque lo parezca,
me contestará al teléfono.

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