Cuando uno llega a interiorizar aquella máxima de Romain Roland de que “la verdad es siempre revolucionaria” y entiende que el poema es un campo en el que solo se cultiva la verdad, entonces, todos los discursos politiqueros o economicistas no son más que fantochadas para fantoches, trapos ridículos vendidos como banderas, hierbas venenosas para caballos enfermos, todos los discursos procesales o normativos, moralizantes u ordenancistas no son más que mugre mental y paranoide, pienso malogrado de granos indigestos, pan adulterado, fuego sin sustento, todos los discursos, enredos y disenterías, solo pretenden ganar tiempo y dinero a costa de todos los incrédulos y cobardes que se los tragan, por ignorancia o interés, los que se oyen a sí mismos y se hallan competentes, y se observan en los espejos practicando sus discursos, practicando su dicción, su compostura, su parvedad escondida, su inteligencia lustrada por el cepillo de la esposa que lo apoya… a grandes mentiras, mayores desacatos.