Conducíamos, siempre arriba, envueltos en niebla. No nos dimos cuenta de que el asfalto se había acabado y ya estábamos circulando por una pista de tierra bien arreglada. Envueltos de niebla en la cima redondeada de un monte. Nosotros, en medio de esa húmeda invisibilidad, deambulamos como dóciles vobinos pastando en las alturas, en medio de la niebla. Oímos las esquilas del ganado y quedamos sorprendidos de ver los percherones gigantes y apacibles a un metro de nuestras narices a un metro de sorprendido espanto, a un espanto asombrado por la fuerza que respira a nuestro lado sin hacernos daño. Apacibles caballos en medio de la niebla, ellos sabían por qué estaban allí, nosotros, tal vez no, pero al verlos como una aparición majestuosa, tal vez sí.