Oración XLIII Han pasado Señor, los años de la fe ciega, de las creencias iluminadas, de la devoción sumida en el oro que reitera su brillo y su besamanos. Has vivido Señor, largos años escondido en la bruma del misterio, en el aura vaporosa de lo inaprensible, en un espacio de claro-obscuros sólo discernible para pastorcillos de los recónditos valles. Es hora llegada que muestres tu rostro. Tu rostro físico o metafísico. Tu presencia invisible o totémica. Tu voz sonora interpelando directamente a la persona que te convoca, dando la cara directamente, sin intermediarios, sin hologramas, sin plasmas como un vulgar presidente español. Si aparecieras en tu magnitud luminosa, con tu rostro de pan cotidiano, sin deslumbramientos que nos cieguen, despejarías todas las múltiples especulaciones que te han hecho oscuro e inasequible. Da la cara, Señor, no nos tengas en una incertidumbre permanente como si fuéramos empleados de la Bolsa que confían en el valor de sus papeletas que no sirven más que para arruinar a los incautos.