TERESA Ella está muerta. Estuve en el tanatorio. Vi a sus deudos compungidos. Yo estuve al borde de la desolación, mirándola de frente, apesadumbrado por la dureza de lo inapelable. Lo inapelable como una espesa sentencia de polvo y ceniza sobre mi cabeza. Han pasado algunos meses. De pronto siento ¡Qué extraña certeza! que puedo llamarla y quedar a tomar un café yo una coca-cola ella, fumando, recordando su infancia, haciendo un comentario sobre el cinismo de la política, algo sentido y sencillo de la vida doméstica, la compra del pan o los gatos de la vecina, poniendo toda su buena voluntad en resolver mis problemas con la informática. Llamarla, como si fuera imposible que esté muerta. Llamarla como si fuera a contestarme con su voz reposada, con ese afecto, con esa serenidad, con ese humor de la que el mundo está tan huérfano. Necesito unos segundos para recomponerme y asumir que está muerta y nunca más, aunque lo parezca, me contestará al teléfono.