El paraíso se esconde en una casa. Deja fuera los cumplimientos, los vínculos, los excesos y la púrpura de las devociones. La invaden luces del bosque, iridiscencias del fondo marino, penumbras que atesoran el recogimiento de las ermitas. La casa que quiero no la quiere un rey. Está pulida por el silencio de las maderas. Contiene una penitencia imbricada de velas, libros y abalorios. Los juzgadores tienen prohibida la entrada. Tiene un piano destartalado que unas manos del siglo diecinueve cerraron para alimentar a las carcomas. Tiene muebles decantados por el respeto de los siglos. Tiene música en los pasillos de la memoria. Tiene un corazón escondido en la buhardilla donde una niña desnuda su sexo al ángel callado del espejo. Los vientos soplan a su alrededor y ululan como reconocimiento de su firmeza, los árboles montan guardia y rinden pleitesía, la luna luce como un amuleto, la ciudad duerme y yo la miro en la distancia. La casa que quiero no la quieren las señoritas finas, los virtuosos de los recibimientos alejandrinos, los elegantes servidores de la adrenalina, los señores ricos de las perversiones privadas, los sensibles hombres que se exclaman por la insidia de las espinas en los rosales. Mi casa está abierta y cerrada. El alma de la paz es su portero. Algunas veces, tal vez demasiadas, está indispuesto.