Desde fuera es magnético cuando brama, lírico cuando en calma. Desde dentro es posesivo cuando brama, durmiente cuando en calma. Los que no navegamos sólo entendemos el mar de los contemplativos, que a lo mejor no es ni mar, sino una postal en movimiento. Los que no pertenecemos al mar, los que somos hijos de la tierra seca y el olivo, vamos al mar del verano a poner nuestros pies devotamente -es decir, con miedo- en las aguas mansas del mar. El mar nos los besa como el perro de San Roque, franciscano y milagroso. Así es el mar cuando se abandona y se deja mecer por la brisa. Tiene la mansedumbre del tigre, el reposo del fuerte. Pero el mar tiene resortes imprevisibles, otro día nos hubiera tratado, -tigre desatado- con la intemperancia de un mal borracho y nos hubiera echado sus espumas a la cara. El mar es, inagotable, insobornable, indócil, de una fertilidad, de una inmensidad que nos apabulla, con esa combinación de placidez e iracundia que no hay dios que lo entienda. Tal vez porque él mismo es un dios que hace lo que quiere, lo que le da la gana, que para eso sirve ser un dios.